Hay momentos en la vida que parecen tan lejanos, pero al mismo tiempo, tan cercanos, que uno no sabe si son recuerdos o un sueño vivido. Es difícil creer que pude estar tan cerca de él, el Papa Francisco, no solo en un instante fugaz, sino compartiendo una comida, un almuerzo, con jóvenes de todo el mundo, de diferentes países y continentes. Si no fuera por mi retrato con él, ni siquiera podría imaginar lo que experimenté, como si esa cercanía fuera un regalo divino, que trascendió todo lo imaginable.
Recuerdo ese momento tan claro como si hubiera sido ayer. El padre Grzegorz Suchodolski, hoy obispo, me llamó en privado, pidiéndome que cerraran puertas y ventanas. Había algo muy importante que quería anunciarme, y aunque mi corazón lo presintió de inmediato, me costaba aceptar la magnitud de lo que estaba por suceder. Era una alegría que trataba de mantener a raya, para no caer en el orgullo o en falsas expectativas. Sin embargo, la certeza de lo que se avecinaba era tan clara que no pude evitarlo.
La noche anterior, el 7 de julio, mi cumpleaños, había estado en el Santuario de la Divina Misericordia en Cracovia, frente a la imagen del Señor y los restos de Santa Faustina. Allí, sentí una llamada interior que me invitaba a pedir algo, sabiendo que, en este día tan especial, todo sería posible. Fue entonces cuando, con un susurro de fe, pedí: «quiero almorzar con el Papa». Y fue justo después de esa oración, cuando el padre Grzegorz y Dorota, la coordinadora de la oficina de Relaciones Internacionales, me dieron la noticia: había sido seleccionada para compartir ese almuerzo con él. La emoción fue tal que casi no pude sostenerme en pie. Fue Dorota quien tuvo que ayudarme, pues la alegría me desbordaba. Detrás de ellos, pude ver la imagen de Jesús Misericordioso, y sentí que el cielo mismo se abría en mi corazón.
El día llegó, el 30 de julio de 2016, y aunque me encontraba exhausta por las semanas intensas de preparación para la Jornada, no podía quitarme de la mente lo que estaba a punto de vivir. La fatiga física no lograba opacar la emoción que invadía mi ser, aunque trataba de mantenerme centrada, sin dejarme llevar por el entusiasmo desbordado. El trabajo, las tareas interminables, habían dejado poco espacio para la espera, pero ahora, finalmente, el momento estaba ante mí.
Me tomé un tiempo para confesarme, necesitaba preparar mi alma para el encuentro. Cuando llegó la hora, me arreglé lo mejor que pude, aunque el cansancio era evidente en mi rostro y cuerpo. Al llegar a la curia diocesana en Cracovia, sentí que más que caminar, flotaba. Todo parecía irreal, como si me estuviera moviendo en una dimensión diferente, solo para ser testigo de algo que jamás imaginé posible.

El Papa apareció ante nosotros, y al verlo, mis rodillas temblaron. Casi caigo, pero algo me sostuvo, una fuerza invisible que me permitió seguir en pie. A partir de ahí, el tiempo y el espacio perdieron su sentido. El mundo exterior desapareció, y solo existía ese momento, esa conexión. Estábamos todos allí reunidos en un ambiente tan familiar, como si ya nos conociéramos desde siempre, unidos por un lenguaje común, el lenguaje de la fe.
Fue entonces cuando comprendí las palabras de Jesús a Pedro: «Confirma a tus hermanos en la fe». Al mirar al Papa, entendí lo que significa ser un pastor, alguien que, sin importar el lugar de origen o el idioma, une a todos en la fuerza de la creencia compartida. Fue como almorzar con un padre, con alguien que se hace cercano a cada uno, sin distinción. El Papa, con su amabilidad y ternura, nos transmitió una paz que solo se puede experimentar cuando uno está en la presencia del Espíritu Santo.
Le pregunté: «Santo Padre, ¿qué sintió cuando lo eligieron Papa?» Su respuesta fue llena de serenidad: «Mucha paz. Ese fue el signo para entender que esa era la voluntad de Dios.» También aproveché para decirle: «Santo Padre, lo estamos esperando en Colombia.» Y su respuesta me dejó sin palabras: «Sí, hay que preparar el viaje.» Fue entonces cuando me di cuenta de que había recibido una primicia: el Papa visitaría Colombia, un hecho que se materializó en 2017.

El almuerzo, que estaba previsto para durar solo una hora, se alargó más de lo esperado. Al final, nos entregó a cada uno un rosario. Yo, en mi humildad, le regalé una pequeña estampa de la Virgen de Las Lajas, tan venerada en el sur de Colombia y en el norte de Ecuador. Él la recibió con una sonrisa genuina, como un niño, y dijo: «¿para mí?» Fue en ese momento cuando comprendí la ternura de su corazón de pastor.
Hoy, mientras el Papa Francisco ha partido a la Casa del Padre, mi corazón no solo llora su ausencia, sino que también agradece a Dios por el regalo de haber estado junto a su Vicario en la Tierra. En este tiempo de Sede Vacante, justo durante la Pascua, me uno a la oración de toda la Iglesia Universal. Y como nos enseña la fe, «Cristo ha resucitado.» ¡Verdaderamente ha resucitado! Y ahora recibe en sus brazos al Papa Francisco, su fiel servidor.
Paula Andrea Mora
(Escrito en honor al Papa Francisco, con el corazón lleno de gratitud y fe)